miércoles, 30 de mayo de 2012

DE CÓMO LAS RANAS SE HICIERON AMIGAS DE LOS CRONOPIOS



Había una fábrica de papel y un estanque de tinta en el cajón del escritorio de José María. —Bien— pensaba él. —Todos los días cuando iba a continuar escribiendo su libro de cuentos para niños traviesos. 

Encontrándose con minúsculos barquitos de papel, hundidos en el estanque. Así transcurrían los días, año tras año. El paciente hombre colaba la tinta; anclaba los barcos en los pequeños agujeros del coladero y los marineros se evaporaban.

José María, nunca tuvo curiosidad por saber por qué ocurría este fenómeno y todo lo dejaba a la responsabilidad de la pluma. — ¡Caray! Otra vez olvidé limpiar la pluma— decía en confort a lo sucedido.

No tenía importancia. Lo prioritario para el hombre, era su libro. No era padre, pero sí tío de diez sobrinos a quienes ayudaba en sus tareas rígidamente. — Tío José, sabe mucho por que lee muchos libros y escribe y escribe hasta altas horas de la madrugada y nunca sale de casa.

Para la madre (Carmen), el día era insuficiente en las tareas domésticas. Lavar y planchar le llevaba dos días continuos. Ella preparaba el pan y las galletas de la semana y adelantaba otros alimentos como los encurtidos y las salsas para las pastas que por cierto eran tan sabrosas como los dulces que les preparaba y las manzanas acarameladas que tanto disfrutaban. A ella también le sucedían fenómenos extraños: de los pares de medias de los niños, se escapaba una en cada lavada. De los panes de la semana, se perdía uno.  De los encurtidos, un frasco aparecía medio vacío y así cada día, como al tío José algo raro le pasaba. 

Tampoco Carmen nunca decía nada. Ella justificaba, haber contado mal el pan, las galletas o las manzanas. Tal vez los encurtidos y las salsas no alcanzaban a llenar el segundo y tercer recipiente, y, quizás la media, se había olvidado debajo de algunas de las camas.

Cierto día de sol y después de una semana de lluvias ligeras, los niños se encontraban en el humedal cerca a su casa, para escuchar más de cerca el croar de las ranas. Uno de los chicos pequeño> aligeró el mismo coladero que usaba el tío José María, para pescarlas. Las ranitas andaban de humedal en humedal por todo el país, buscando los dientes que habían perdido hacía doscientos millones de años. Dicen que las ranas perdieron sus dientes por comer algunos insectos prohibidos, desobedeciendo a sus padres. Pero que cuando las ranitas echaron de menos sus dientes, comenzaron a buscarlos por todos los charcos. Así llegaron a ser vecinos de la familia.

Entonces una rana, saltó libremente a la trampa y las demás la miraban extrañadas. —¡huele a cronopios! 

Pronto llegaron los nueve hermanos a mirarla y no faltó el que le estiró la pata o le pinchó la barriga o quiso hundirle los ojos. Cuando las otras ranas vieron que los niños molestaban a la rana jefe, vinieron alrededor de los ellos. Eran miles de ranas desdentadas croando. Entonces, el hermano mayor quiso aplastarlas de un pisotón, intentó varias veces y por fin, quedaron bajo su zapato algunas de ellas. Pero cuando el chico quiso levantar el pie una gran goma verde se había apoderado de su zapato, dejando a la intemperie el pie del muchacho. Otro más intentó aplastarlas y la misma suerte corrió su zapato. Entonces la rana mayor se paró en las patas traseras y pronto quedó convertida en un hombre pequeño, sacudió sus manos y se le hicieron brazos humanos con largas uñas.

El hermano que continuaba sosteniendo al nuevo hombrecillo del coladero, preguntó a nadie en concreto: — ¿porqué mis hermanos quedan pegados al suelo? Y enseguida se escuchó del coro anfibio —¡travieso, travieso! —en su croar lenguaje. Los hermanos no solo habían perdido el zapato, sino que estaban invadidos por miles de ella. Entonces el niño, comenzó a llorar y el pequeño hombrecillo regreso a su estado natural. Las demás ranas se calmaron, liberaron los zapatos y empezaron en filas a saltar mientras se internaban en el bosque. Los niños siguieron tras ellas. 

Cuando las desdentadas llegaron a las aguas tranquilas donde descansaban, los niños observaron muchos objetos que les eran familiares. 

—Señora rana, dijo Joaquín, uno de los hermanos —usted sabe ¿cómo han llegado estas cosas aquí? Son de nuestra casa. Ese es el pan que hace mamá —dijo uno. —¡ayyyy!, miren esas son ¡nuestra medias!, señalaban otros. Así iban reconociendo sorprendidos todos sus objetos, que había desaparecido y no lo sabían.

—Nosotras las hemos traído hasta aquí. —ratificó la rana. 

—¡Quiere decirme!, ¿por que las han robado? —preguntó airado e insolente el hermano mayor. 

—No se moleste joven, como ven nosotras hemos perdidos los dientes y los andamos buscando y y nadie nos ayuda a encontrarlos, entonces decidimos hacernos amigos de los cronopios pequeños que viven en el libro de un tal Cortázar de la biblioteca del tío José María. Ellos se aburren mucho allá encerrados todos los días y como los papás no les enseñan a salir del libro, están veeeerdessss. Así que ellos se escapan a tomar el sol. A veces nos invitan a su casa y es cuando traemos las cosas para que las echen de menos, pero ni el tío, se preocupa por la tinta y el papel, ni la mamá busca las medias, tampoco pregunta por el pan uhhhhh… apuesto a que a esta hora, ninguno de ellos sabe ¿en dónde están ustedes? En cambio si ustedes supieran de eso, hace tiempos nos habrían encontrado y también nuestros dientes. —dijo la rana, rascándose la cabeza.
—Pero, señora rana, ¿por qué usted se convirtió en hombrecillo? 

—Porque la desobediencia irreverente con nuestros padres nos hizo ranas desdentadas y de andar de charco en charco buscando los dientes, llegamos a Duendelandia y allí, nos hicimos duendes.
—ahhhh, y los duendes hablan? —preguntó el más chico.

—¡Claro que sí!, Duendizonga. —Dijo la rana, riéndose y dejando ver su boca desdentada.

Rosaura Mestizo Mayorga



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